A todos alguna vez nos tocó ser deliverys o el «muchacho de mandao» de turno. De vez en cuando, esta labor traiga consigo el beneficio de quedarnos con algunos centavos de la devuelta que nos entregaba el pulpero de turno con cara de «ten cuidado con ese dinero».
Claro, que nuestro beneficio estaba desgraciadamente conectado con la suerte de que nuestros padres o tutores no estuvieran marcados por un autoritarismo extremo o poseídos de una rigidez con anteojeras de resolver todo con una buena pela amenizada en cada correazo con un ¿eso-es-su-yo-ca-ra-jo?
Luego, nos quitaron el puesto y nuestro servicio fue reemplazado por un joven o un señor bonachón que ejercía su labor de mandadero montado en una bicicleta de canastos, negra y calavérica, con un claxon también negro y enorme y flecos de colores plásticos en el timón. Parecían arañas clavadas en dos ruedas.
Ahora, la globalización de nuestras costumbres los llama deliverys o servidores a domicilio de un urbanismo que imita a Miami Beach pero sigue siendo tan provinciana en sus adentros. Desafortunadamente, los deliverys son imprudentes hasta más no poder. Su historia de desafueros motorizados es por todos conocida al punto de que no han sido una o dos veces que sus rebases alocados han provocado graves accidentes de tránsito en barrios y residenciales de esta capital y ciudades del interior.
Siempre son muchachos llegados de algún pueblo del Sur —Baní o San José de Ocoa— y extrañamente nunca he visto muchachas en el oficio de ir a venir cargando cervezas, botellones, arroz, coca colas y hasta los palés que el cliente juega cada noche. La gran mayoría de estos muchachos no estudian o abandonaron la escuela a temprana edad. Sus horas de trabajo sobrepasan las 16 horas diarias. Ganan de 3 a 4 mil pesos al mes.
Eso sí, visten como raperos millonarios con tenis caros y gorras más caras todavía. Algunos lo he visto en domingo con su blim blim y su Ipod camino a Baní. Se saben todos los chismes del barrio, y por supuesto, nadie conoce sus vidas pero ellos conocen las nuestras de pe a pa. No usan cascos protectores y cepillan las calles con una motocicleta casi siempre en reparación que carga en su parte trasera un canasto de colores.
Algunos se ganan el respeto y la confianza de los clientes mientras otros se comportan como si el cliente le debiera la vida y algo más. La ciudad ha cambiado la manera de servir. La ciudad y sus prisas impuestas ya nos hacen pedir todo por teléfono. La ciudad y sus peligros nos acorralan para fortuna de los deliverys.
Es que vivimos en una pequeña selva de asfalto y verdor. De deliverys con pinta de raperos y sin otro porvenir que vivir al ras del suelo montado en una motocicleta con canastos verdes, rojos y amarillos cargados ora de botellones, ora de cervezas, ora de palés pelaos y premiados como la vida misma.
Los deliverys: un fenómeno único que se da en las zonas urbanas de RD, artículo de @josearias para todos ustedes http://is.gd/14vON
A mi me mandaban a comprar cigarrillos prendíos en el colmado.
Tambien fui el delivery de mi padre y mi madre, especificamente para la compra del pale, los cigarrillos y las verduras del colmado.
Por cierto, esas pelas que te refieres algunos les llamamos «pelas silabicas» y quien sea de barrio o de Ciudad Nueva las conoceran MUY PROFUNDAMENTE, jajajaja.
Los deliverys: un fenómeno único que se da en las zonas urbanas de RD, artículo de @josearias para todos ustedes http://is.gd/14vON