¡Guay! No me puyen con esa inyección

¡Ouch! Solo de pensar en ellas me duelen. Sólo con recordar las veces que malo de la garganta tenían que puyarme la nalguita ―en ese tiempo era un niño― No creo que exista ser humano sobre la tierra que disfrute ser punzado con una inyección, simplemente ¡no! Nadie puede ser tan masoquista. Es posible que muchas personas estén traumatizadas con los médicos por que antes para todo había que puyarnos, parecía que era de hobbie, de ejercicio o de rutina. Lógicamente no era la nalga del pediatra, mucho menos la de tu mamá o tu papá, ¡era la nuestra! La pobrecita se quedaba coja, hinchada y con un dolor que duraba días. Esa inyección es todo el cuco que un infante puede tener, todos los miedos del mundo afloran con tan solo ver con la gracia y ligereza con que un pediatra te puya.

Me duele el brazo y la nalga

A mí me engañaron de todas las formas posibles para ponerme una bendita inyección, mi madre me decía «vamos para el súper» «vamos para la juguetería» «vamos para donde la abuela» ¡¡¡Mentira!!! Todo eso era parte de un plan macabro para atacar a mi brazo o mi trasero con una punzante aguja, desde que en el carro tomaban la dirección del consultorio sabía que no había vuelta atrás. Le imploraba a mi madre que por favor no me llevara ahí, le prometía que nunca le iba a sacar la lengua, que mi cuarto estaría más organizado y que me disponía a tomar en serio hacer las tareas del 4to curso de primaria. Pero no, nada de eso era escuchado, ya mi salud había dado un diagnostico: Mi amigdalitis necesitaba de una Benzetacil ―inyección mensual―. Creo que un niño que escuche esto recibe la peor noticia de su corta vida, quizás sea ese el único momento en que las fuñías paletas esas no son apetecidas. Si mi drama tenia a un villano ese sería el siempre sonriente Dr. Fernández. Lo quería solo cuando sabía que no estaba en el país, ese enano doctor era el que con una sonrisita hipócrita me entretenía para entonces inyectarme dolorosamente el medicamento.

Hacíamos el peor de los shows

Todos hemos generado algún tipo de rechazo a las inyecciones, ya de grandes a muchos no se les puede ni presentar una, con solo mirarlas entran en pánico. Todavía manganzones viejos y viejas no entran a un consultorio o clínica sin antes preguntar «¿no me van a puyar verdad?» simplemente lo insoportable del dolor, mas la manera agonizante en que se realizan mayormente esto procedimientos ―pataleos y gritos― marcan en todos nosotros indeseables recuerdos que se reactivan al ver una simple aguja. Por más que tratábamos de impedirlo con todos nuestros shows dramáticos, lagrimas de cocodrilo y miradas penosas, nuestras abnegadas madres sabían que esas agujas eran necesarias para mejorar nuestra salud, mi madre me dijo que lo entendería, hoy le doy la razón, ¡pero me dolió! Las agujas, inyecciones y demás objetos médicos punzantes son necesarios para introducirnos el medicamento que combatirá el virus o enfermedad que nos está ocupando.

Se negociaba con el dolor

Lo doloroso del proceso es aguantar, apenas recuerdo al bendito Doctorcito ese decirme «!como un hombre!» apelando a mi poca desarrollada hombría de niño ―un carajito es un niño, no un hombre― ya de esos episodios todos tenemos dolorosas anécdotas que contar, nuestras nalgas y brazos también ya que recibieron todo lo peor, para dejarlos con un momento agradable ―algo difícil con este tema― una vez no pudieron conmigo, ¡les gané! Casi cuando me iban a puyar pude bajarme de la cama y casi encuero me mandé a juír entre los pasillos de la clínica, me escondí debajo de la escalera y solo salí cuando mami me prometió que con tal de aguantar mi puya me iba a comprar una tortuga Ninja ―Aunque la inyección me dejó casi cojo, fui feliz, negocié con astucia mi situación―.